En el Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras, los cuentos orales no son reliquias polvorientas; son chispas que se encienden en el patio, iluminando anécdotas del barrio con voces que se quiebran por el emoción contenida. Este septiembre de 2025, siete estudiantes de nuestro bachillerato en Letras y grado en Letras y Humanidades Digitales han lanzado el Ciclo de Cuentos Orales del Barrio, una serie de tres encuentros vespertinos en el patio del campus en Paseo de la Castellana, 259E, que revive tradiciones de Fuencarral-El Pardo: desde el relato de la lavandera que lava pecados en el charco de la calle hasta la fábula del panadero que amasa sueños con levadura de abuelas. Cada sesión, de 50 minutos con historias de 400 palabras recitadas en círculo bajo los olivos centenarios, incluye invitaciones a vecinos para extender un cuento con una frase propia en libretos de tapas de corcho —de 14×9 cm, con páginas que se arrugan por el roce de manos callosas—. Cada narración, con diálogos que se enredan por acentos locales, invita al público a sentarse en cojines de retales cosidos a mano, con alguna pausa que cojea por un olvido nervioso —esa irregularidad, como un cuento que tropieza en la voz, es lo que hace que el Ciclo de Cuentos Orales del Barrio del Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras se sienta como una charla improvisada en la plaza, cruda y cercana.
El Ensayo: Recopilación en el Mercado y Alientos Compartidos
El ciclo cobró forma en el taller de Narrativa Oral, un rincón del campus con sillas de madera crujiente y una mesa central donde las tazas de infusión dejan halos que se convierten en mapas de anécdotas. Javier Soto, de 18 años y en su primer año de bachillerato de Letras, fue el recolector inicial: “Escuché al tendero del mercado de Cuatro Caminos contar cómo su balanza mide más que frutas; quise soplarlo en cuentos que no se apaguen con el cierre del puesto”, relata mientras alisa un folio de borrador, con un pliegue terco que marca el lugar donde una idea se dobló bajo el peso del atardecer. A su lado, Lucía García de 17 años, estudiante de Letras y Humanidades Digitales, se ocupó de los ritmos: “No bastaba con relatos sueltos; cada uno debía seguir el pulso del barrio, con pausas que dejan espacio para el claxon lejano o el grito de un niño”. Bajo la guía de nuestra profesora Patricia Callejo, que trajo su grabadora de cuentos populares andaluces para encender chispas, el septeto —completado por Ana López de 19 años, Elena Vargas de 20, María Ruiz de 16, Carlos Méndez de 21 y Sofía Torres de 17— invirtió siete semanas en la recopilación: mañanas de rondas por el Paseo de la Castellana, 259E, con libretas en el bolsillo capturando murmullos de lavanderas sobre “pecados que se van con el jabón”, y tardes en el patio transcribiendo a mano en cuadernos de espiral que se atascaban por páginas sueltas, donde una hoja se arrugó por el calor de una lámpara de mesa, obligando a plancharla con la plancha de la conserje del colegio, dejando una marca amarillenta como piel curtida por el sol.
Cada cuento se esculpió en rutinas cercanas: atardeceres en el patio, donde el sol de septiembre filtraba a través de las ramas de olivos y proyectaba sombras ramificadas que guiaron las tramas, como el de María sobre “el panadero que amasa con levadura de abuelas”. Ana, con su oído para lo rítmico, compuso un ciclo de cuatro relatos sobre “la balanza que pesa anhelos en el mercado”, pero una frase se torció por un modismo olvidado en la segunda narración, un “exceso local” que Patricia Callejo celebró como “el tartamudeo que hace vivo el cuento”. Carlos experimentó con ilustraciones: dibujó con pluma un horno de pan en la tercera página, pero la tinta se corrió por una gota de agua de una botella volcada, creando venas que el grupo integró como “aromas que se filtran en la masa”. Las noches culminaban en ensayos en corro: Elena narraba con voz entrecortada, saltándose una coma por el nerviosismo que alteraba el ritmo, pero que Javier transformó en una pausa sobre “silencios que pesan como frutas maduras”.
La Primera Sesión Bajo los Olivos y Ecos en el Barrio
El ciclo se inauguró en el patio del Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras, con cojines de retales dispuestos en círculo y linternas de papel que parpadeaban como luciérnagas torpes, donde 65 vecinos —desde abuelas con pañuelos hasta niños con libretas virgenes— oyeron cuentos narrados en voz alta. Lucía y Javier dirigieron el montaje con taburetes de madera reciclada, invitando al público a “extender un cuento” añadiendo una frase en las libretos compartidas —una abuela escribió sobre “olivos que guardan secretos de vendavales”, hilando la sesión en vivo. La narración incluyó un “coro de murmullos”: el elenco extendió folios abiertos para que los espectadores tocaran las ilustraciones, revelando texturas —una mano callosa tiró de un borde arrugado y sacó una frase oculta, pero el borde se desprendió en la segunda interacción, provocando una risa general y un arreglo manual que los asistentes aplaudieron como “el pulso vivo del barrio”. La velada generó 28 libretos llenos de aportes, con cuentos destinados a una antología digital comunitaria.
En el Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras, el Ciclo de Cuentos Orales del Barrio ha desatado un flujo de murmullos: las libretos de los visitantes circulan en el club de narración vespertino, donde 27 estudiantes más jóvenes contribuyen relatos quincenales con diálogos garabateados en los márgenes —un chico de 15 años añadió una frase sobre “balanzas que miden anhelos de fruta”, extendiendo el ciclo como un tapiz en crecimiento. Patricia Callejo ha propuesto un “ciclo de murmullos extendido” bimestral, con narraciones en mercados locales abiertas a tenderos que traen sus balanzas para inspirar, fomentando un círculo de cuentos compartidos. Ana, doblando una página con delicadeza, reflexiona: “El patio nos mostró que un cuento no necesita escenario; basta con un olivo que lo acoge”. Javier, con una coma tachada en su borrador, asiente: “Y si el viento de septiembre voltea una hoja, siempre podemos anclarla con una frase más terrenal”.
Este inicio del Ciclo de Cuentos Orales del Barrio del Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras no es un punto final; es un murmullo que se extiende: planeamos sesiones en la plaza de Fuencarral con aportes de paseantes del metro Colombia, narradas en el salón del campus. Si guardas un relato de mercado en el recuerdo o un murmullo de tendero que pide cuento, tráelo a nuestra próxima sesión: trae tu libretas, tu lápiz mordido y esa coma que olvidaste. En Aevena Cirvela de Artes y Letras, celebramos los murmullos imperfectos del barrio, tejiendo narración una pausa a la vez.
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