Diseñadores de Aevena Cirvela Tejen Moda Sostenible con Retazos del Barrio en Desfile Comunitario

En el Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras, la moda sostenible no es un desfile de pasarela lejana; es un tapiz cosido con hilos del barrio que envuelve cuerpos y recuerdos en formas cotidianas. Este mayo de 2025, siete estudiantes de nuestro bachillerato en Artes Visuales y grado en Diseño Gráfico han presentado “Retazos Vivos”, una colección de 15 prendas upcycled que desfila memorias de Fuencarral-El Pardo: desde chalecos con bolsillos de abrigos de los setenta hasta faldas plisadas con dobladillos de mantones sirios donados por vecinas. Cosidas con máquina de pedal heredada y hilos teñidos en té negro de la cocina del campus —cada prenda de talla única con costuras expuestas que dejan ver el origen humilde del retazo—, la línea incluye accesorios como collares de botones oxidados que tintinean como conversaciones en el mercado. Cada pieza, con medidas adaptadas a cuerpos reales (talleres de 38 a 44), invita a los espectadores a “probarse” un retazo en estaciones interactivas, con alguna costura floja que se suelta al movimiento —esa irregularidad, como un dobladillo que roza el suelo, es lo que hace que “Retazos Vivos” del Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras se sienta como un abrazo tejido a mano, imperfecto pero ajustado al paso diario.

El Taller: Recolección en el Mercadillo y Costura Nocturna

La colección nació en el módulo de Moda Narrativa, un espacio con mesas de corte salpicadas de alfileres perdidos y maniquíes con cabezas de cartón que ladean como oyentes curiosos. Elena Vargas, de 20 años y en su segundo año de BFA en Diseño Gráfico, fue la hilandera principal: “Vi en el mercadillo de Cuatro Caminos un chaleco raído de mi tía y pensé en cómo sus bolsillos guardaban boletos de metro de los ochenta; quise coserlos antes de que se deshicieran”, relata mientras prueba un dobladillo en un maniquí, con una puntada floja que deja ver el forro interior, un detalle que decidió mantener para “recordar los bolsillos que se llenan solos”. A su lado, Javier Soto de 18 años, estudiante de bachillerato en Artes Visuales, se ocupó de los patrones: “No bastaba con formas básicas; cada prenda debía seguir el contorno del cuerpo como el tráfico en la Castellana, con pliegues que se abren como conversaciones en hora punta”. Bajo la guía de nuestra profesora Paloma Díaz, que trajo su máquina de coser familiar con pedal que cruje como un viejo amigo, el septeto —completado por Lucía García de 17 años, Ana López de 19, María Ruiz de 16, Carlos Méndez de 21 y Sofía Torres de 17— invirtió seis semanas en la recolección: sábados por la mañana revolviendo pilas de ropa usada en el mercadillo, seleccionando solo retazos con “alma” —un vestido colombiano con manchas de café que Lucía lavó a mano en un balde del taller, dejando un tono beige irregular que se convirtió en el color base de dos faldas—, y tardes en el taller del Paseo de la Castellana, 259E, cortando patrones con tijeras romas que dejaban bordes dentados, donde un retazo se cayó al suelo y se manchó de polvo, obligando a lavarlo de nuevo con jabón casero que dejó un aroma a limón persistente.

Cada prenda se moldeó en rutinas cercanas: amaneceres en el patio, donde la bruma primaveral empañaba las agujas y obligaba a soplar sobre las costuras para que el hilo no se enredara, inspirando el chaleco de María sobre “bolsillos que guardan boletos de sueños pospuestos”. Ana, con su tacto para lo textural, cosió un ciclo de tres faldas con pliegues asimétricos, pero una costura se torció por un alfiler olvidado en la segunda prenda, un “desvío” que Paloma Díaz celebró como “el pliegue que da movimiento al recuerdo”. Carlos experimentó con accesorios: perforó botones oxidados con un taladro manual que vibraba, pero uno se rompió a mitad, salpicando virutas en la mesa que el grupo integró como “polvo de memorias fragmentadas”. Las noches culminaban en pruebas colectivas: Sofía desfilaba un prototipo bajo luces de lámpara de mesa, simulando el peso de una compra diaria, mientras Javier anotaba en un cuaderno raído qué hilos cedían bajo la fricción del roce —un viento de abril abrió la ventana y voló un patrón, emborronándolo contra la pared, pero ese borrón se tradujo en un estampado abstracto que evoca “retazos volátiles del barrio”. Paloma Díaz, con su ojo crítico pero cálido, intervenía: “Esa viruta no es residuo; es el eco de la mano que la dejó caer”.

El Desfile en la Plaza y Ecos en el Mercadillo

La colección desfiló en la plaza de Fuencarral, bajo un toldo con mesas de madera astillada y focos de bombillas recicladas que parpadeaban como luciérnagas torpes, donde 95 vecinos —desde tenderas con delantales hasta niños con coronas de papel— vieron las prendas modeladas por el elenco. Ana y Javier dirigieron el montaje con perchas de bambú, invitando al público a “probarse” un retazo en estaciones improvisadas —una tendera añadió un botón de su delantal a un chaleco, extendiendo la línea en vivo. La pasarela incluyó un “coro de hilos”: las modelos extendieron brazos para que los espectadores tocaran las costuras, revelando texturas —una mano arrugada tiró de un dobladillo y sacó una etiqueta con una anécdota cosida, pero el hilo se enredó en la segunda vuelta, provocando una risa general y un desate manual que los asistentes aplaudieron como “el nudo del retazo compartido”. La velada recaudó 70 prendas vendidas a bajo costo, con ganancias para un fondo de telas donadas por el mercadillo.

En el Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras, “Retazos Vivos” ha desatado un ciclo de costuras: las etiquetas de los espectadores circulan en el club de moda vespertino, donde 34 estudiantes más jóvenes contribuyen prototipos quincenales con retazos garabateados en los márgenes —una chica de 15 años añadió un bolsillo de su falda escolar a una prenda, extendiendo la colección como un tapiz en crecimiento. Paloma Díaz ha propuesto un “mercado de retazos narrados” mensual, con desfiles en plazas locales abiertos a costureras que traen sus máquinas para improvisar, fomentando un flujo de moda compartida. Elena, probando un dobladillo con una puntada fresca, reflexiona: “La plaza nos mostró que una prenda no necesita atelier; basta con una mano que la cose”. Javier, con un patrón tachado en su cuaderno, asiente: “Y si el viento de mayo enreda un hilo, siempre podemos desatarlo con una puntada más vecinal”.

Este desfile de los diseñadores del Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras no es un cierre de cremallera; es un retazo que se extiende: planeamos una segunda línea con aportes de tenderas del barrio, cosida en el taller del campus. Si guardas un chaleco con bolsillos sentimentales o una falda con dobladillos deshilachados, tráelo a nuestro próximo taller: trae tu tijeras, tu hilo y esa costura que nunca alineaste. En Aevena Cirvela de Artes y Letras, celebramos los retazos imperfectos del barrio, tejiendo sostenibilidad una puntada a la vez.


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