Artistas de Aevena Cirvela Despiertan el Barrio con Mural Colectivo sobre Memorias Compartidas en Fuencarral-El Pardo

En el Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras, los murales no son solo colores en una pared; son lienzos vivos que recogen el pulso del barrio, convirtiendo anécdotas olvidadas en pinceladas que unen generaciones. Este abril de 2025, ocho estudiantes de nuestro bachillerato en Artes Visuales y grado en Diseño Gráfico han completado “Paredes que Recuerdan”, un mural de 5 metros de largo en la fachada lateral del campus en Paseo de la Castellana, 259E, que narra memorias colectivas de Fuencarral-El Pardo: desde siluetas de vendedores ambulantes con cestas de mimbre hasta contornos de olivos centenarios que “abrazan” fotos polaroid de niños jugando en charcos post-tormenta. Pintado con acrílicos diluidos en agua de lluvia recolectada localmente —cada sección de 1 metro con transiciones que se difuminan por el roce de brochas desgastadas—, el mural incluye 24 elementos interactivos, como nichos con notas adhesivas donde vecinos añaden sus dibujos. Cada figura, trazada con líneas que se bifurcan como venas en una mano arrugada, invita a tocar y dejar una marca, con alguna capa de pintura que se descascara por la humedad —esa fragilidad, como un trazo que se desvía por una ráfaga de viento, es lo que hace que “Paredes que Recuerdan” del Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras se sienta como un abrazo colectivo, torpe pero perdurable.

El Proceso: Bocetos en el Patio y Recolección en el Mercado

El mural cobró vida en el taller de Arte Colectivo, un espacio con mesas de caballete salpicadas de virutas de lápiz y sillas que crujen al inclinarse sobre tableros improvisados. María Ruiz, de 16 años y en su primer año de bachillerato de Artes Visuales, fue la guardiana de las memorias: “Vi a mi abuela colgar fotos en la cuerda del patio y pensé en cómo el muro podría ser una cuerda gigante de historias”, relata mientras alisa un boceto arrugado, con un pliegue terco que marca el lugar donde una tormenta de ideas la dobló de madrugada. A su lado, Ana López de 19 años, estudiante de BFA en Diseño Gráfico, se ocupó de las transiciones: “No bastaba con figuras aisladas; cada sección debía fluir como el tráfico en la Castellana, con colores que se funden como charcos después de la lluvia”. Bajo la dirección de nuestra profesora Paloma Díaz, que trajo su cuaderno de bocetos de mercados andaluces para encender chispas, el octeto —completado por Javier Soto de 18 años, Lucía García de 17, Elena Vargas de 20, Carlos Méndez de 21, Sofía Torres de 17 y Diego Herrera de 16— dedicó siete semanas a la recopilación: mañanas de rondas por el mercado de Cuatro Caminos, con libretas en el bolsillo capturando siluetas de tenderos con balanzas oxidadas, y tardes en el patio del campus transfiriendo a mano en tableros de contrachapado, donde una hoja se soltó por el viento primaveral, obligando a pegarla con cinta adhesiva que dejó un borde irregular como cicatriz de tormenta.

Cada sección se esculpió en rutinas cercanas: amaneceres en el patio, donde la bruma matutina empañaba las brochas y obligaba a soplar sobre los trazos para que el acrílico no se cuarteara, inspirando la de Lucía sobre “olivos que guardan confidencias de vendavales”. Javier, con su pulso para lo detallado, pintó los nichos interactivos: talló recortes en el contrachapado con un cúter romo que dejaba bordes dentados, pero uno se astilló durante una prueba, creando astillas que el grupo integró como “fragmentos de recuerdos rotos”. Elena experimentó con texturas: diluyó acrílicos en agua de charcos recolectados tras una lluvia, pero un lote se tiñó desigual por exceso de humedad, generando vetas moteadas que inspiraron la “zona de charcos eternos”, donde siluetas de niños se reflejan con ondas imperfectas. Las tardes culminaban en pruebas colectivas: Sofía caminaba junto al mural con un prototipo de nota adhesiva, simulando el peso de un dibujo infantil, mientras Carlos anotaba en un cuaderno raído qué colores cedían bajo el sol de mediodía —un chaparrón inesperado mojó la pared de prueba y emborronó una silueta, pero ese borrón se tradujo en una figura etérea que evoca “fantasmas de lluvias pasadas”. Paloma Díaz, con su ojo crítico pero cálido, intervenía: “Esa astilla no es fallo; es el roce de la mano que la toca”.

La Inauguración en la Fachada y Ecos en el Barrio

El mural se inauguró en la fachada lateral del Paseo de la Castellana, 259E, con andamios plegables y focos de linterna que proyectaban sombras alargadas sobre las figuras, donde 90 vecinos —desde abuelas con bastones hasta niños con crayones— oyeron anécdotas leídas en voz alta. Ana y Javier dirigieron el montaje con brochas de repuesto, invitando a los asistentes a “añadir una memoria” pegando notas en los nichos —una abuela dibujó una cesta de mimbre torcida, extendiendo el mural en vivo. La presentación incluyó un “coro de siluetas”: el elenco extendió manos para que el público tocara las texturas, revelando detalles —una mano infantil tiró de un borde descascarado y reveló una capa subyacente, pero el borde se desprendió en la segunda interacción, provocando una risa general y un repintado manual que los vecinos aplaudieron como “el pulso vivo del barrio”. La velada recaudó 80 donaciones para pinturas ecológicas, con ganancias destinadas a murales en plazas locales.

En el Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras, “Paredes que Recuerdan” ha desatado un flujo de manos: las notas de los visitantes circulan en el club de arte vespertino, donde 29 estudiantes más jóvenes contribuyen secciones quincenales con dibujos garabateados en los márgenes —un chico de 14 años añadió una silueta de tendero con balanza desequilibrada, extendiendo el mural como un tapiz en crecimiento. Paloma Díaz ha propuesto un “circuito de memorias pintadas” bimestral, con intervenciones en fachadas barriales abiertas a artesanos que traen sus herramientas para inspirar, fomentando un ciclo de relatos visuales compartidos. María, alisando un boceto con un pliegue rebelde, reflexiona: “La fachada nos mostró que un mural no necesita pared eterna; basta con una mano que lo acaricia”. Javier, con un trazo fresco en su cuaderno, asiente: “Y si la primavera moja una capa, siempre podemos secarla con un color más vivo”.

Este logro de los artistas del Colegio Aevena Cirvela de Artes y Letras no es un trazo final; es un borde que se extiende: planeamos una extensión en el mercado de Cuatro Caminos con aportes de vendedores, pintada en el taller del campus. Si guardas una silueta de infancia en el recuerdo o un dibujo de manos curtidas, tráelo a nuestro próximo taller: trae tu libretas, tu brocha endurecida y esa mancha que tanto te molesta. En Aevena Cirvela de Artes y Letras, celebramos las paredes imperfectas del barrio, tejiendo memorias una pincelada a la vez.


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